Un remanso de “paz” pero también, una caricia a tu paladar: “Los Montes de Galicia”
Muchas veces me he preguntado sobre los recuerdos, esa especie de base de datos que guarda nuestra mente y nuestro corazón pero… ¿Cómo se activan? ¿Cómo es posible que esté paseando por una calle estrecha, algo oscura y que tan solo con el olor de la lluvia mi mente me transporte a mi pueblo de la infancia?
¿Cómo está estructurado nuestro cerebro, lleno de conexiones que nos llevan como un saltamontes del presente al pasado y del pasado al presente?
Me pregunto si una inteligencia artificial es capaz de realizar esas conexiones. Pues las que realiza son superficiales, nunca podrá llegar a lo más profundo e íntimo que tiene el ser humano: sus recuerdos, la conciencia, su historia.
Las conexiones son únicas y diferentes, tan diferentes como personas hay en el mundo. Pero sin duda, si hay algo en común en todos nosotros son los sentidos. Y que con los sentidos conocemos y comprendemos la realidad, que muchas veces creemos que se nos escapa, pero deja más huella en nosotros de lo que creemos.
Con la vista somos capaces de deleitarnos ante el arte, ante una ciudad nueva que estamos conociendo y ante un atardecer, y esos sentimientos que se crean en nosotros, esa frescura, no la pueden experimentar las máquinas, no pueden crear nada nuevo.
El oído nos permite reconocer sinfonías, escuchar y conocer a nuestros seres más cercanos, y recordar ese sonido de los grillos en mitad de la noche que nos transporta a nuestro lugar de veraneo de la infancia.
Con el tacto podemos acariciar y abrazar a nuestros seres queridos, coger de la mano a un bebé, tranquilizar a nuestro hijo y conectar con la naturaleza.
Qué tendrá nuestra infancia que sostiene, guarda y acoge la mayoría de nuestros recuerdos a los que nuestra mente siempre acude, con cierto respeto para que todo permanezca intacto.
El gusto y el olfato van muy de la mano, y parece que mandan información muy parecida a nuestro cerebro.
¿A qué sabe tu infancia? ¿Es posible que el olor a pan recién hecho te recuerde al cálido hogar de tu madre? ¿A las tardes de invierno donde sorprendía a la familia preparando bizcochos y repostería? Con la cocina también estamos acariciando a los demás.
En un rinconcito del barrio Salamanca, se encuentra un lugar donde volví a ser niña.
El restaurante se llama “Los Montes de Galicia”, donde volví a ser esa pequeña niña de rizos que miraba asombrada a su abuelo, mientras este daba vueltas a aquel cazo hondo y grande sobre unos fogones.
La cocina olía a fuego, a la comida que se está cociendo lentamente y que empieza a desprender sus primeros olores. El estómago va recibiendo estas señales y el paladar se despierta.
Por aquella ventana se escapaban los primeros rayos de sol, pues en el norte de España, muchas veces amanece nublado pero poco a poco, las nubes van dejando espacio a un cielo despejado y azul.
Vuelvo a mi realidad, donde un plato de cuchara está frente a mí en un restaurante rústico y casero, con ese olor de la cocina de mis abuelos, y a la vez, un lugar moderno y atrevido.
La tradición de los montes de Galicia junto a una nueva manera de entender la cocina. El pasado y el presente. La historia se une al arte de la gastronomía, a la técnica de traer al presente el pasado, en un plato caliente, hogareño, y con sabor a productos de la tierra tan característico de uno de los platos más identitarios del norte: el caldo gallego.
En pleno centro de Madrid, el restaurante “Los Montes de Galicia” acoge la tradición de un plato que nació en mitad de la provincia verde, frondosa y grandiosa que es Galicia junto a unos cocineros que, respetando las recetas originales, miman el paladar de los comensales con aportaciones únicas que los sentidos y los recuerdos, disfrutan.
Grelos, repollo, habas, patatas gallegas… ingredientes de la huerta que al recordarlos, vuelvo a mi infancia, a esos fogones donde cada alimento iba engendrando un olor que se esparcía por toda la cocina.
Mi estómago rugía con ganas de probar aquella melodía de olores.
Mi mente vuelve al presente, y con cada cucharada, es como si paseara por Galicia y al cerrar los ojos, basta el olfato y el paladar para imaginarme que volvía a la cocina de mis abuelos. Pero esta vez en mitad de la capital.
¿No es la cocina una forma de acariciar a aquellos a los que cocinamos? ¿No es el cocinero quién con su talento cuida y mima a los demás?
Así me sentía yo tomando aquel caldo, acariciada por unos sabores frescos, tradicionales y llenos de historia. Mimada por unos camareros atentos, cálidos y simpáticos.
En mitad del bullicio de la ciudad de Madrid, te invito a huir de ello y empaparte de los sabores de Galicia.
Restaurante “Los Montes de Galicia”
Beatriz Azañedo
bea.aza@hotmail.com
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